A continuación reproduzco una entrada de Alicia Reina, alumna de primer curso de Historia en el Grado en Español. Demuestra cuánto pueden, cuánto saben hacer nuestros queridos estudiantes a poco que se les deje vía libre. Con libertad se genera más inquietudes, con ello investigación y, a partir de ahí, conocimiento.
De verdad, estoy entusiasmado con esta entrada.
Los regalos del rey.
Lunes 17 de octubre de 2011:
Esa fue una de las primeras mañanas frías de otoño. Era tarde, así que no tuve tiempo de coger el reproductor de música que llevaba amenizando mis viajes desde hacía unos días si quería subirme al tren que salía desde Móstoles a las ocho y media. Desanimada, pensé que me quedaba por delante una larga y ajetreada jornada, pero entonces recordé que en mi mochila de 2 kilos 400 gramos, quedaba un libro a medio leer…
El ruido inundaba la estación y las conversaciones fluían entre los andenes. Un par de mujeres, de unos treinta años de edad, discutían acerca de la importancia de una lista de boda de un amigo en común. Para mi gusto era demasiado temprano para hablar de un tema de este tipo y menos con tantísima insistencia. A esas horas de la mañana, uno debía estar en el vagón en silencio, como se había hecho toda la vida, para no molestar a los pobres madrugadores cotizantes, así que apagué las orejas e introduje mi mano en la pesada bolsa.
Capítulo IV: Sombras externas, dudas internas.
“También se iniciaron negociaciones para un posible matrimonio entre la infanta María y el heredero a la Corona inglesa, si bien este enlace nunca se consumó.” (Alonso García, 2009: 127-130).
Me encontré con el libro abierto, leyendo una y otra vez estas últimas palabras que había encontrado en uno de los capítulos que perfilaban las tiranteces entre la monarquía hispánica e Inglaterra. Tras varios enfrentamientos, Felipe III, planteándose la situación de otra manera, decidió que la mejor forma de solucionar el conflicto entre ambos bandos era mediante el pacto. Los españoles dejarían de apoyar la sublevación de los católicos irlandeses, mientras que los ingleses no sufragarían las rebeliones en las Provincias Unidas. Así pues, se firmó en 1604 la Paz de Londres, pero no contentos con la estabilidad que este acuerdo suponía, tanto los Austrias -ya con Felipe IV -, como los ingleses -con Jacobo I – quisieron emparentar ambas casas reales con el enlace entre Carlos Estuardo –príncipe de Gales –, y María Ana –hija de Felipe III -. Sin embargo, no fue solo este dato lo que me llamó la atención y me mantuvo pensativa hasta llegar a la estación de Laguna, sino el hecho de que me remontase a una lectura –El Capitán Alatriste –que hice ya hace varios años y que, curiosamente, trataba el mismo tema…
Capítulo V: Los dos ingleses.
“Dice el caballero […] que mañana toda la Europa sabrá que el hijo y heredero del rey Jacobo de Inglaterra está en Madrid con la única escolta y compañía de su amigo el marqués de Buckingham…Y que, aunque por razones de Estado resulte imposible publicar lo ocurrido esta noche, él, Carlos, príncipe de Gales, futuro rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, no olvidará nunca que un hombre llamado Diego Alatriste pudo asesinarlo, y no quiso.” (Pérez-Reverte, 2005: 116-117)
Cuando llegué de vuelta a casa, corrí hacia mi estantería y retomé el envejecido tomo que narraba las aventuras y desventuras de Diego Alatriste, antiguo soldado de los tercios de Flandes que había estado a punto de ensartar con su espada al duque de Buckingham y al mismísimo heredero a la corona inglesa –un asesinato por encargo-, cuando ambos se dirigían a Madrid para afianzar el enlace entre este último y su amada María. De nuevo podía ver cómo se entremezclaban sus personajes literarios con todo el entorno histórico, social y cultural del siglo XVII, una contextualización real. Pero, entonces, si era cierto que se intentó consolidar el matrimonio entre los dos jóvenes, ¿también lo fue su estancia en la península? Y lo que es más, ¿llegaron verdaderamente a sufrir un asalto en el intento? Todas estas dudas me resonaban como voces inquisidoras en la cabeza, pero por esa noche, decidí cerrar el libro e irme a dormir…
Martes 18 de octubre de 2011
Tenía el portátil sobre las rodillas, abrí una pestaña de Google y, sin saber todavía cómo iba a acabar esta historia, empecé a teclear torpemente sobre el diminuto teclado: Carlos de Inglaterra en España , siglo XVII. Apenas diez minutos más tarde tenía la respuesta: “Todo se complicó cuando, tras un largo viaje de incógnito, se presentaron en Madrid el Príncipe de Gales y el duque de Buckingham el día 17 de marzo de 1623.” (Martín Sanz, 1998)
Ni rastro de una encrucijada que pudiera haberles costado la vida. Se trataba de una invención de Pérez-Reverte: los dos nobles extranjeros habían pisado tierras castellanas, si bien, cruzaron la frontera pasando inadvertidos. El intenso amor de Carlos hacia su –en teoría –futura esposa, le hizo trasladarse miles de kilómetros hasta el Alcázar madrileño, a pesar de no haber visto antes a la joven infanta. Sin embargo, añorando el irritante resplandor de la pantalla, y con la mosca detrás de la oreja, continué con mi pequeña investigación.
Amor, honor y poder: Reflejos y miradas de lo inglés en el Teatro del Siglo de Oro.
“La presencia de Carlos Estuardo en Madrid tuvo influencia cultural en varios campos, especialmente en la pintura, la lexicografía y, por supuesto, en la literatura. En este marco, se representó el 29 de junio de 1623 Amor, honor y poder de Calderón de la Barca.” (Vila Carneiro, 2011: 103)
Y es que la llegada del joven heredero no fue moco de pavo. Una parte de la población española ansiaba la unión de coronas y festejó por todo lo alto la aparición del príncipe de Gales en territorio castellano. De este modo, se representó la ya mencionada obra de Calderón, cuya trama era muy similar a los hechos vividos por el delfín inglés, dicen algunos, para acercar al heredero el teatro del Siglo de Oro con una temática que le resultase más conocida. Bien se encargaron de representar una obra en la que un monarca inglés –Eduardo III de Inglaterra- vive un intenso deseo amoroso por la hija del conde de Salveric, “y ha de casarse con ella para ver cumplidos sus propósitos amorosos” (Vila Carneiro, 2011: 104) Casi podía imaginarme al joven enamorado haciendo esfuerzos por seguir la trama de la obra debido a su rudimentario español, pero aún así, prendado del escenario en el que, entre sueños, se imaginaba con su bellísima María, viviendo por fin su tan ansiado romance.
Pero Calderón no fue el único que se sintió seducido por la visita de Carlos.
Su intensa historia de amor queda recogida en dos epigramas neolatinos anónimos a los que hace alusión, en un estudio, Gregorio Rodríguez Herrera (1999: 146-147).
Y también inspiró los siguientes versos de Lope de Vega (1999: 145), que incluso llegarán, mediante correspondencia, a oídos de ilustres familias inglesas, por toda la emoción que reflejaban sus palabras.
“Carlos Estuardo soy
Que siendo Amor mi guia
Al cielo d’España voy
Por ver mi Estrella Maria.”
Estaba más que claro que el enlace entre las dos casas reales no era solo un mero hecho de conveniencia política; Carlos estaba perdidamente enamorado de María Ana de Austria, pero esta relación imposible tendría que esperar unas cuantas horas más, porque la batería del ordenador decidió dejarme tirada en el momento menos indicado…
Miércoles 19 de octubre de 2011.
Solo se veían papeles sobre mi escritorio; papeles, papeles y más papeles. La impresora echaba humo y los libros estaban deformados por el constante uso…
Regalos a un príncipe inglés.
Pero, ¿estaban todos en la península a favor de esta alianza anglo-hispana?
Por lo menos para Pérez-Reverte, o quizás sería más correcto decir, para el Capitán Alatriste, no era así. Carlos Estuardo era un hereje a ojos de Emilio Bocanegra, presidente del Tribunal de la Inquisición: “-Matarlos sin cuartel –respondió. […] Pero no os importa quiénes sean. Basta con que pertenezcan a un país de herejes y a una raza pérfida, funesta para España y la religión católica. Al ejecutar en ellos la justicia de Dios, rendiréis un servicio valioso al Todopoderoso y a la Corona.”(2005:52)
Sin embargo al joven Carlos le llovieron ofrendas y obsequios. ¿Cómo podía ser que un príncipe tan agasajado tuviera enemigos? “En Valladolid había importantes colecciones privadas. En el palacio Ribera había pinturas de Veronés y esculturas de Giambologna decorando los jardines, la de Sansón y el filisteo fue regalada en 1623 al príncipe de Gales, cuando acudió a Valladolid acompañado por el duque de Buckingham para concertar su matrimonio con la infanta María.” (Del Río, Isabel. 2011)
He de admitir que la escultura me chocó. Me esperaba algo mucho más sutil, viniendo de manos de Felipe IV. Pero Carlos se encontró frente a frente con esta figura de Sansón en posición amenazante cortándole la cabeza a uno de los – como dice la leyenda –mil filisteos. ¿Os imagináis al joven heredero cargando con ese peso muerto? Desde luego, eso no parecía un regalo de boda, aunque quizás fuese una especie de metáfora, aludiendo al propio príncipe como “un Sansón” que tendría que afrontar los peligros que se le venían encima por este matrimonio que parecía no consolidarse nunca. Sea como fuere, Carlos, en ese momento, no era consciente de que esta colosal escultura parecía querer profetizar su futuro degollamiento, convirtiéndose, esta vez él, en el filisteo, y muriendo años después a manos de un peculiar Sansón – Cromwell-. ¡Qué lejos estaban los sentimientos de este joven Carlos de lo que luego le depararía la vida!
¿Entonces, estaba ya entre los enemigos del príncipe el mismísimo Felipe IV, dándole largas y regalándole esta estatua tan poco “amorosa”?
No obstante, éste no fue el único presente que recibió el noble inglés por parte del monarca. El conocido “Rey Planeta” obsequió también a Carlos, nada más y nada menos, que con un cuadro de Tiziano. “Esta visita […] sirvió para que el príncipe de Gales aumentara su ya numerosa colección con varios cuadros comprados en España. Además de uno regalado por Felipe IV, Carlos V con un perro, pintado por Tiziano”. (Hernández Montejo, 2002)
¡Yo ya no entendía nada! ¿Quién iba aquí contra quién? Entonces, ¿Felipe IV estaba a favor de Carlos? El monarca no se aclaraba. Primero le regala una estatua que, más que para una boda, parecía un regalo funerario, y después le ofrece un Tiziano. Estaba confusa. Lo que había empezado siendo un simple divertimento, estaba convirtiéndose en un quebradero de cabeza, y yo ya estaba dispuesta a tirar la toalla. Finalmente, apagué la luz y me sumí en mis sueños…
Jueves 20 de octubre de 2011.
De nuevo tenía que coger el tren para llegar a la facultad y tras todo el trabajo realizado, ya no sabía cómo iba a concluirlo. Tomé de nuevo el libro con el que empezó todo y me subí en mi ya habitual vagón para volver a abrir la página 130 de “La breve Historia de los Austrias”.
Una visión inesperada.
El 9 de septiembre de 1623, Carlos se marcha de la península desilusionado, con una estatua bajo un brazo y un lienzo bajo el otro, pero sin ningún rastro del tesoro por el que había venido a este lejano territorio –su amada María-. Las dos dinastías no habían logrado unirse –Inglaterra seguiría haciéndole la puñeta a España en Flandes -, pero no era capaz de concluir si este fracaso había sido impulsado, de algún modo, por la casa de los Austrias, y en concreto, por la poderosa mano del monarca castellano. De un golpe, cerré el libro y lo apreté con fuerza, con más dudas que aquella, ya lejana, primera mañana otoñal en la que comenzó este desafío…
En ese preciso momento, nada más ponerse en marcha el tren, se me paró el corazón. Parpadeé varias veces por si mis recién levantados ojos me estaban jugando una mala pasada. Pero estaba muy despierta. ¡La imagen de Carlos V junto a un dócil can, esperando ser admirados, estaba en la mismísima portada del libro que tenía en mis manos! Al igual que Carlos de Inglaterra, yo estaba contemplando, a la altura de la estación de Lucero y como un regalo caído del cielo, el famoso cuadro de Tiziano.
Entonces comprendí que, verdaderamente, Felipe IV le había tendido su mano al heredero inglés durante las negociaciones del matrimonio de su hermana. Le había regalado, probablemente, el cuadro que más admiraba: Carlos V, el fundador de la casa de Austria, y con él, un mensaje de fidelidad y amistad simbolizado en el perro que acompañaba al emperador. Como aquellas primeras dos mujeres de esta historia, el monarca castellano sabía que un buen regalo de nupcias era la mejor manera de expresar su conformidad en un matrimonio tan controvertido.
Una historia dentro de una historia se había resuelto en un abrir y cerrar de un libro.
Véase bibliografía.
Esa fue una de las primeras mañanas frías de otoño. Era tarde, así que no tuve tiempo de coger el reproductor de música que llevaba amenizando mis viajes desde hacía unos días si quería subirme al tren que salía desde Móstoles a las ocho y media. Desanimada, pensé que me quedaba por delante una larga y ajetreada jornada, pero entonces recordé que en mi mochila de 2 kilos 400 gramos, quedaba un libro a medio leer…
El ruido inundaba la estación y las conversaciones fluían entre los andenes. Un par de mujeres, de unos treinta años de edad, discutían acerca de la importancia de una lista de boda de un amigo en común. Para mi gusto era demasiado temprano para hablar de un tema de este tipo y menos con tantísima insistencia. A esas horas de la mañana, uno debía estar en el vagón en silencio, como se había hecho toda la vida, para no molestar a los pobres madrugadores cotizantes, así que apagué las orejas e introduje mi mano en la pesada bolsa.
Capítulo IV: Sombras externas, dudas internas.
“También se iniciaron negociaciones para un posible matrimonio entre la infanta María y el heredero a la Corona inglesa, si bien este enlace nunca se consumó.” (Alonso García, 2009: 127-130).
Me encontré con el libro abierto, leyendo una y otra vez estas últimas palabras que había encontrado en uno de los capítulos que perfilaban las tiranteces entre la monarquía hispánica e Inglaterra. Tras varios enfrentamientos, Felipe III, planteándose la situación de otra manera, decidió que la mejor forma de solucionar el conflicto entre ambos bandos era mediante el pacto. Los españoles dejarían de apoyar la sublevación de los católicos irlandeses, mientras que los ingleses no sufragarían las rebeliones en las Provincias Unidas. Así pues, se firmó en 1604 la Paz de Londres, pero no contentos con la estabilidad que este acuerdo suponía, tanto los Austrias -ya con Felipe IV -, como los ingleses -con Jacobo I – quisieron emparentar ambas casas reales con el enlace entre Carlos Estuardo –príncipe de Gales –, y María Ana –hija de Felipe III -. Sin embargo, no fue solo este dato lo que me llamó la atención y me mantuvo pensativa hasta llegar a la estación de Laguna, sino el hecho de que me remontase a una lectura –El Capitán Alatriste –que hice ya hace varios años y que, curiosamente, trataba el mismo tema…
Capítulo V: Los dos ingleses.
“Dice el caballero […] que mañana toda la Europa sabrá que el hijo y heredero del rey Jacobo de Inglaterra está en Madrid con la única escolta y compañía de su amigo el marqués de Buckingham…Y que, aunque por razones de Estado resulte imposible publicar lo ocurrido esta noche, él, Carlos, príncipe de Gales, futuro rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, no olvidará nunca que un hombre llamado Diego Alatriste pudo asesinarlo, y no quiso.” (Pérez-Reverte, 2005: 116-117)
Cuando llegué de vuelta a casa, corrí hacia mi estantería y retomé el envejecido tomo que narraba las aventuras y desventuras de Diego Alatriste, antiguo soldado de los tercios de Flandes que había estado a punto de ensartar con su espada al duque de Buckingham y al mismísimo heredero a la corona inglesa –un asesinato por encargo-, cuando ambos se dirigían a Madrid para afianzar el enlace entre este último y su amada María. De nuevo podía ver cómo se entremezclaban sus personajes literarios con todo el entorno histórico, social y cultural del siglo XVII, una contextualización real. Pero, entonces, si era cierto que se intentó consolidar el matrimonio entre los dos jóvenes, ¿también lo fue su estancia en la península? Y lo que es más, ¿llegaron verdaderamente a sufrir un asalto en el intento? Todas estas dudas me resonaban como voces inquisidoras en la cabeza, pero por esa noche, decidí cerrar el libro e irme a dormir…
Martes 18 de octubre de 2011
Tenía el portátil sobre las rodillas, abrí una pestaña de Google y, sin saber todavía cómo iba a acabar esta historia, empecé a teclear torpemente sobre el diminuto teclado: Carlos de Inglaterra en España , siglo XVII. Apenas diez minutos más tarde tenía la respuesta: “Todo se complicó cuando, tras un largo viaje de incógnito, se presentaron en Madrid el Príncipe de Gales y el duque de Buckingham el día 17 de marzo de 1623.” (Martín Sanz, 1998)
Ni rastro de una encrucijada que pudiera haberles costado la vida. Se trataba de una invención de Pérez-Reverte: los dos nobles extranjeros habían pisado tierras castellanas, si bien, cruzaron la frontera pasando inadvertidos. El intenso amor de Carlos hacia su –en teoría –futura esposa, le hizo trasladarse miles de kilómetros hasta el Alcázar madrileño, a pesar de no haber visto antes a la joven infanta. Sin embargo, añorando el irritante resplandor de la pantalla, y con la mosca detrás de la oreja, continué con mi pequeña investigación.
Amor, honor y poder: Reflejos y miradas de lo inglés en el Teatro del Siglo de Oro.
“La presencia de Carlos Estuardo en Madrid tuvo influencia cultural en varios campos, especialmente en la pintura, la lexicografía y, por supuesto, en la literatura. En este marco, se representó el 29 de junio de 1623 Amor, honor y poder de Calderón de la Barca.” (Vila Carneiro, 2011: 103)
Y es que la llegada del joven heredero no fue moco de pavo. Una parte de la población española ansiaba la unión de coronas y festejó por todo lo alto la aparición del príncipe de Gales en territorio castellano. De este modo, se representó la ya mencionada obra de Calderón, cuya trama era muy similar a los hechos vividos por el delfín inglés, dicen algunos, para acercar al heredero el teatro del Siglo de Oro con una temática que le resultase más conocida. Bien se encargaron de representar una obra en la que un monarca inglés –Eduardo III de Inglaterra- vive un intenso deseo amoroso por la hija del conde de Salveric, “y ha de casarse con ella para ver cumplidos sus propósitos amorosos” (Vila Carneiro, 2011: 104) Casi podía imaginarme al joven enamorado haciendo esfuerzos por seguir la trama de la obra debido a su rudimentario español, pero aún así, prendado del escenario en el que, entre sueños, se imaginaba con su bellísima María, viviendo por fin su tan ansiado romance.
Pero Calderón no fue el único que se sintió seducido por la visita de Carlos.
Su intensa historia de amor queda recogida en dos epigramas neolatinos anónimos a los que hace alusión, en un estudio, Gregorio Rodríguez Herrera (1999: 146-147).
Y también inspiró los siguientes versos de Lope de Vega (1999: 145), que incluso llegarán, mediante correspondencia, a oídos de ilustres familias inglesas, por toda la emoción que reflejaban sus palabras.
“Carlos Estuardo soy
Que siendo Amor mi guia
Al cielo d’España voy
Por ver mi Estrella Maria.”
Estaba más que claro que el enlace entre las dos casas reales no era solo un mero hecho de conveniencia política; Carlos estaba perdidamente enamorado de María Ana de Austria, pero esta relación imposible tendría que esperar unas cuantas horas más, porque la batería del ordenador decidió dejarme tirada en el momento menos indicado…
Miércoles 19 de octubre de 2011.
Solo se veían papeles sobre mi escritorio; papeles, papeles y más papeles. La impresora echaba humo y los libros estaban deformados por el constante uso…
Regalos a un príncipe inglés.
Pero, ¿estaban todos en la península a favor de esta alianza anglo-hispana?
Por lo menos para Pérez-Reverte, o quizás sería más correcto decir, para el Capitán Alatriste, no era así. Carlos Estuardo era un hereje a ojos de Emilio Bocanegra, presidente del Tribunal de la Inquisición: “-Matarlos sin cuartel –respondió. […] Pero no os importa quiénes sean. Basta con que pertenezcan a un país de herejes y a una raza pérfida, funesta para España y la religión católica. Al ejecutar en ellos la justicia de Dios, rendiréis un servicio valioso al Todopoderoso y a la Corona.”(2005:52)
Sin embargo al joven Carlos le llovieron ofrendas y obsequios. ¿Cómo podía ser que un príncipe tan agasajado tuviera enemigos? “En Valladolid había importantes colecciones privadas. En el palacio Ribera había pinturas de Veronés y esculturas de Giambologna decorando los jardines, la de Sansón y el filisteo fue regalada en 1623 al príncipe de Gales, cuando acudió a Valladolid acompañado por el duque de Buckingham para concertar su matrimonio con la infanta María.” (Del Río, Isabel. 2011)
He de admitir que la escultura me chocó. Me esperaba algo mucho más sutil, viniendo de manos de Felipe IV. Pero Carlos se encontró frente a frente con esta figura de Sansón en posición amenazante cortándole la cabeza a uno de los – como dice la leyenda –mil filisteos. ¿Os imagináis al joven heredero cargando con ese peso muerto? Desde luego, eso no parecía un regalo de boda, aunque quizás fuese una especie de metáfora, aludiendo al propio príncipe como “un Sansón” que tendría que afrontar los peligros que se le venían encima por este matrimonio que parecía no consolidarse nunca. Sea como fuere, Carlos, en ese momento, no era consciente de que esta colosal escultura parecía querer profetizar su futuro degollamiento, convirtiéndose, esta vez él, en el filisteo, y muriendo años después a manos de un peculiar Sansón – Cromwell-. ¡Qué lejos estaban los sentimientos de este joven Carlos de lo que luego le depararía la vida!
¿Entonces, estaba ya entre los enemigos del príncipe el mismísimo Felipe IV, dándole largas y regalándole esta estatua tan poco “amorosa”?
No obstante, éste no fue el único presente que recibió el noble inglés por parte del monarca. El conocido “Rey Planeta” obsequió también a Carlos, nada más y nada menos, que con un cuadro de Tiziano. “Esta visita […] sirvió para que el príncipe de Gales aumentara su ya numerosa colección con varios cuadros comprados en España. Además de uno regalado por Felipe IV, Carlos V con un perro, pintado por Tiziano”. (Hernández Montejo, 2002)
¡Yo ya no entendía nada! ¿Quién iba aquí contra quién? Entonces, ¿Felipe IV estaba a favor de Carlos? El monarca no se aclaraba. Primero le regala una estatua que, más que para una boda, parecía un regalo funerario, y después le ofrece un Tiziano. Estaba confusa. Lo que había empezado siendo un simple divertimento, estaba convirtiéndose en un quebradero de cabeza, y yo ya estaba dispuesta a tirar la toalla. Finalmente, apagué la luz y me sumí en mis sueños…
Jueves 20 de octubre de 2011.
De nuevo tenía que coger el tren para llegar a la facultad y tras todo el trabajo realizado, ya no sabía cómo iba a concluirlo. Tomé de nuevo el libro con el que empezó todo y me subí en mi ya habitual vagón para volver a abrir la página 130 de “La breve Historia de los Austrias”.
Una visión inesperada.
El 9 de septiembre de 1623, Carlos se marcha de la península desilusionado, con una estatua bajo un brazo y un lienzo bajo el otro, pero sin ningún rastro del tesoro por el que había venido a este lejano territorio –su amada María-. Las dos dinastías no habían logrado unirse –Inglaterra seguiría haciéndole la puñeta a España en Flandes -, pero no era capaz de concluir si este fracaso había sido impulsado, de algún modo, por la casa de los Austrias, y en concreto, por la poderosa mano del monarca castellano. De un golpe, cerré el libro y lo apreté con fuerza, con más dudas que aquella, ya lejana, primera mañana otoñal en la que comenzó este desafío…
En ese preciso momento, nada más ponerse en marcha el tren, se me paró el corazón. Parpadeé varias veces por si mis recién levantados ojos me estaban jugando una mala pasada. Pero estaba muy despierta. ¡La imagen de Carlos V junto a un dócil can, esperando ser admirados, estaba en la mismísima portada del libro que tenía en mis manos! Al igual que Carlos de Inglaterra, yo estaba contemplando, a la altura de la estación de Lucero y como un regalo caído del cielo, el famoso cuadro de Tiziano.
Entonces comprendí que, verdaderamente, Felipe IV le había tendido su mano al heredero inglés durante las negociaciones del matrimonio de su hermana. Le había regalado, probablemente, el cuadro que más admiraba: Carlos V, el fundador de la casa de Austria, y con él, un mensaje de fidelidad y amistad simbolizado en el perro que acompañaba al emperador. Como aquellas primeras dos mujeres de esta historia, el monarca castellano sabía que un buen regalo de nupcias era la mejor manera de expresar su conformidad en un matrimonio tan controvertido.
Una historia dentro de una historia se había resuelto en un abrir y cerrar de un libro.
Véase bibliografía.
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